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Un poderoso analgésico de acción retardada.

Bicéfala

Novela de Pablo Laborde

 

Leer esta novela servirá para descubrir (y comprender) que la mejor forma de poner en primer plano un pequeño destello de luz es rodeándolo de oscuridad. El autor se hunde hasta las rodillas en el más sucio y hediondo fango del alma humana y sumerge allí a sus personajes, y a nosotros junto con ellos. Y cuando creíamos que tanta mugre nos asquearía, nos ofrece una mínima esperanza, una luz diminuta: la certidumbre de que, después de semejante zambullida, no queda más que asomar la cabeza y salir a flote. Y respirar.



Laborde convierte a sus personajes en personas, por eso no podemos parar de leer, por eso nos entregamos a este clásico moderno (el destino de las obras literarias es caprichoso; no sé si esta novela se convertirá en un clásico, lo que sí sé es que merece serlo). Digamos que, si al Humbert Humbert de Lolita se le ocurriera escribir su versión de El guardián entre el centeno, el resultado sería muy parecido al de Bicéfala. Así de incómoda, así de compleja es esta novela. ¿Será por eso que me resulta inevitable comparar a su autor con Nabokov, Salinger, Houellebecq, Roth…?

Como siempre, la respuesta queda en manos del lector.

  

Cristian Acevedo



Sobre la novela


La llanura entrerriana será lienzo para que un chico borronee sus primeros trazos, abrumado por el influjo de un padre lacónico y airado, y de una madre distante y salvajemente sincera. El temor reverencial y la frustración tallarán un adulto inestable, melancólicamente iracundo, inclemente; moroso a la vuelta de la vida de una deuda emocional impagable. Sin esperanzas de un nuevo amanecer, un descubrimiento fortuito podría justo a tiempo salvarlo del abismo.

Subyace en Bicéfala la crítica a un puritanismo punitivo y violento, precursor de la cultura de la cancelación contemporánea.



“Atravesar aquel enorme living campestre fue uno de los desafíos más extremos que debí afrontar. Sentía muy fuerte que nadie allí tenía potestad moral para juzgarme, pero lo hacían de todas formas, subrepticia y despiadadamente. Lo hacían aun con deleite. Sus ojitos chispeantes y malignos gozando el oprobio de mi corazón interpelado por aquella pollerita, de mi libido aguijoneada por los germinales senos que abultaban la chomba de piqué”.


"Cuando todavía era inexperto en esto de la ingeniería humana, a medida que la arquitectura familiar tomaba forma, y me refiero a mi propia construcción, a mi castillo de naipes; cuando el Chesterfield de cuero de tres cuerpos ya coronaba el salón principal, con las lámparas pintando el ambiente de tono cálido y acogedor, cuando la salamandra emitía el calor apropiado para formar la más acabada idea de hogar, cuando el vástago ya correteaba por el parque aturdiéndonos con sus risitas histéricas y graciosas, cristalizando la quintaesencia del logro y la realización conjunta, justo entonces, tuve la irreprimible necesidad de escapar".










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