Cómo la elite progresista declama inclusión excluyendo.
Por Pablo Laborde
En agosto de 2020, el Banco Central de la República Argentina presentó una guía de uso de lenguaje inclusivo, para “paulatinamente migrar de la masculinización del lenguaje a la interpelación de todos los géneros”.
Podría contemplarse la iniciativa como un afán de justicia, si deshacer el idioma fuera el camino a una sociedad más justa. Lo cierto es que la medida, presentada como proponedora, es bajada desde el instructivo de un organismo estatal. Es decir: no puede sino ser imperativa.
Una sociedad más inclusiva debería constituirse sobre los pilares de la libertad, la verdad, y el respeto, no bajo la coacción de una nomenclatura diseñada en un laboratorio de ingeniería social. ¿Qué dirían los portavoces de esta afectada jerga si un grupo ideológico antagonista instalara, de prepo, una jerigonza similar?
La imposición del LI es autoritaria en tanto es, justamente, una imposición. Se desprecia la opinión de millones que consideran su implementación un atropello al sentido común y a la libertad. Quienes dicen representar a todos y todas y todes avanzan implacables, blindados por la corrección política, y desmantelan cualquier disidencia mediante el adjetivo “facho”; la manida chicana reduccionista con que el auténtico espíritu totalitario suele anular al individuo, mayormente personalizado en el republicano independiente o el liberal, aunque en verdad suele tratarse del ciudadano común.

Una simple encuesta constataría cuán grande es esa masa que soporta, resignada, que se dilapiden sus impuestos en funcionarios adolescentes puestos a dedo y cuya declaración más notable es decir “les pibis”; o en circulares de organismos oficiales, que aun en la actual situación de emergencia, usan el tiempo y el erario para insignificancias, cuando no para cometer gravísimos abusos inconstitucionales —la resolución de la IGJ de cupo femenino en sociedades privadas, por ejemplo—. Basta ver los comentarios de los diarios —comentarios de lectores, desde ya— para advertir el descontento social. Estamos obviando, claro, los pasquines comprados por el Régimen para propaganda, que no son pocos.
Pero a ellos no les importa. No preguntan. No escuchan. No son realmente inclusivos. Incluyen a algunos, y avanzan sobre la libertad de otros. La otredad es apenas una abstracción que gustan declamar: hay otros... y otros. Independientemente de lo cacofónica y antojadiza, la forzada gesta inclusiva se torna exclusiva. Incluso, excluyente, toda vez que excluye a la mayoría silenciosa, la que no se alimenta en los comederos del feedlot de la hegemonía progre.

Algunos defensores de estas políticas "identitarias" aducen que quien no se sienta cómodo con el LI está en su derecho de eludirlo. Pero tal elusión se hace imposible cuando se oficializa la normativa en una dependencia pública: no sólo cercena la libertad de expresión en general, sino que en particular violenta a aquel empleado discrepante que no se sentirá nada cómodo obligado a decir “oficiala” o “les usuaries”; y será condenado a sentirse ridículo, o a exiliarse en otro empleo, si lo encuentra.
Este tipo de medidas sintonizan con el ánimo censor de la Thought Police vernácula: incluso fuera del ámbito estatal, ya nadie puede hablar naturalmente, y la gente anda cuidándose de ofender a algún ente hipersensible. Cualquiera puede ser enviado a la hoguera por un Supremo Tribunal Oscurantista, que dicho sea de paso, lo primero que se cargó fue el humor: sin ir más lejos, hace un par de semanas, “Renunció el flamante presidente de arteBA, criticado por sus chistes sexistas”. Al entrar en la escena del “crimen” podemos encontrar pavadas de mal gusto, pero que no deberían ofender a nadie en su sano juicio; no obstante, ese y otros fusibles en serie fueron removidos. ¿Podría especularse con un ardid para colocar fusibles de otra fabricación? ¿Una cancel culture criolla? Como sea, mataron la mosca de un escopetazo.

Pero es todo una farsa: llamar al negro “no-blanco” no impedirá la eventual agresión de algún cretino racista. Ese tipo de eufemismos son más discriminatorios que la palabra que esconden. Entre otras cosas, porque presuponen que hay algo que esconder. No hacen más que segregar, parecieran una burla y un señalamiento. Es increíble que haya que aclararlo, pero el negro no tiene por qué ocultar su hermosa piel bajo términos rebuscados que inventan blancos culposos de clase media alta.
Puertas adentro, al negro se le sigue diciendo negro, porque la gente no es idiota y sabe que el negro es negro, el blanco es blanco y el amarillo es amarillo. La buena persona no respeta el color de piel, respeta a la persona. Y si el negro, blanco o amarillo es un imbécil, dejará de respetarlo. No por negro, blanco o amarillo, sino por imbécil. Un meme que circula por ahí dice: “A un niño no se le enseña a respetar a un gay, se le enseña a respetar a todos. No se le enseña a no pegarle a un negro, se le enseña a no pegarle a nadie. No se le enseña a no maltratar a una mujer, se le enseña a no maltratar. El problema es de aquel que quiere diferenciar los respetos”. Y podríamos agregar que ese “diferenciar los respetos” no es más que una maniobra solapada de algunos colectivos supuestamente sojuzgados para conseguir privilegios.

Los caudillos de la inclusión actúan como ese cónyuge divorciado que consiente los caprichos de sus hijos pequeños (las “minorías”) en pos de liberarse de culpas y responsabilidades adultas (gobernar de verdad y para todos), y dejan al otro cónyuge la tarea realmente difícil: educar con límites, hacer el “trabajo sucio”. Los niños verán al primero como bueno y al segundo como malo, pero esa percepción será sentimental y manipulada por el cónyuge irresponsable y cómodo. Y si damos vuelta la moneda, colectivos fácilmente influenciables (a veces de verdad postergados; otras veces, no) son maniobrados emocionalmente desde la más clásica demagogia, con prerrogativas que jamás se cristalizarán en resultados concretos en el mundo real.
Y sucede que es propio del humano el rechazo primario a lo diferente, porque deriva del miedo antropológico. El niño prueba sus armas, y puede llegar a ser cruel. Ningún ser humano cambiará su esencia porque se le meta con un embudo la pócima del LI, sólo sofisticará el arte del agravio, se hará más hábil para esquivar la punición, se hará más cínico, hipócrita, mentiroso, aparentemente inofensivo y ulteriormente violento. La manera de ir a una mejor sociedad es tomar la dirección opuesta a cualquier experimento que imponga instrumentos de discriminación, incluso, a veces, de discriminación positiva. Se debe educar desde la libertad y el respeto real.
Decir “amigos” alude a hombres y mujeres. El español ya es inclusivo, y discriminar en “las y los argentinos” es todo lo contrario a incluir (además de un disparate gramatical). Puede entenderse que gente de buena voluntad y espíritu justo, interpelada por el constante bombardeo inclusivo fogoneado por un grupo de poder, procure subirse a la ola con esa tabla de surf importada; pero otros han decidido usar el LI (coloquialmente y medio en broma: en la actividad formal les sería imposible) como una especie de provocación, y comienzan los mensajes de grupo de whatsapp con un “amigues” burlón. ¿No supone una prepotencia nada inclusiva asumir que todos los interlocutores hablan ese “idioma”, o que deben aceptarlo de facto? Tal vez la impronta políglota derive del devaneo onanista de una travesura adolescente, como un pibe de secundario que le pone el carcajómetro a la profe de geografía; pero también puede que se venguen del “facho” que osa jugar por fuera del severo mandato de la corrección política. Y lo más llamativo es que, inquiridos al respecto, algunos reaccionan con bronca: “Ya nada va a ser igual”; “Despedite del mundo tal cual lo conocés”; “Los dinosaurios van a desaparecer”, y parecieran contenerse de sellar esas sentencias con apelativos como “retrógrado o reaccionario”, complacidos con que una fuerza superior a la de la libertad, que parece ser la de una pretendida igualdad, nos apoye en la cabeza la espada del nuevo paradigma: “serás igual, o no serás nada”. Y uno comprende entonces que la cruzada no es inclusiva, ni siquiera lingüística: es ideológica.
Pero la equidad es desdeñada, el mérito parece ser mala palabra. Y yo creo que estos arquetipos no tienen nada de nuevo ni de progresista. Son, de hecho, bastante vetustos, y eso que se hace llamar progresismo se ha convertido en una especie de neopuritanismo inquisidor con cierto perfume stalinista, y carga con una ira contenida que a veces asusta. Si Orwell resucitara en esta 1984 argenta, dotada de su neolengua, su Policía del Pensamiento y sus ministerios encargados de reeducar en la doctrina del Régimen, posiblemente quisiera volver a morir.
Cuando un funcionario tartamudea el engendro tautológico denominado LI, cuando como un robot preseteado antepone al vocativo una y otra vez el “las y los y les”, se hace muy evidente el embuste populista, porque no es necesario en absoluto apelar a esa aliteración ridícula, y los lingüistas han explicado hasta el cansancio por qué no lo es. Un charlatán de feria vendiendo el elíxir del amor eterno sonaría más creíble. Es justo lo opuesto a expresiones como “ahre”, “skere” o “ATR”, que emergen espontáneamente del universo adolescente, y penetran el idioma con naturalidad y no a la fuerza, como pretenden inocularnos el LI incluyéndolo en el calendario de vacunas. Y este flagelo de la fallutez discursiva es transversal y no tiene bandería partidaria, toda vez que abreva de enigmáticos lobbies “filantrópicos” foráneos; y ya tenemos suficientes ejemplos históricos de “filántropos” carismáticos que jaquearon la libertad con la excusa de salvar a los oprimidos.
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