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Un poderoso analgésico de acción retardada.

IATROGENIA QUE ME HICISTE MAL Y SIN EMBARGO TE QUIERO

  • Foto del escritor: Pablo Laborde
    Pablo Laborde
  • 31 ago
  • 7 Min. de lectura

Actualizado: hace 3 días

El multibillonario negocio de la medicina chatarra.


*Nota publicada en Diario Perfil el 31/08/25


Pablo Laborde
Nota en papel en el Observador - Diario Perfil Domingo 31 de agosto de 2025

Por Pablo Laborde



La medicina ha avanzado tanto que ya no queda nadie sano.

Aldous Huxley



En los pisos de televisión suelen anidar galenos de pulcro guardapolvo o traje fino —simpaticones o circunspectos, dependiendo de la impronta del programa—, que con semblante grave exhortan al televidente a observar preceptos de salud. Alertan sobre potenciales dolencias psicofísicas y disparan frases del estilo “no se automedique, señora”; o “no olvide su chequeo semestral”; o “en el día internacional del cáncer de próstata, ¿ya hizo su tacto rectal?”.

Después, en el corte, una catarata descomunal de comerciales medicinales (normalmente, morbosos y repulsivos) incitará al “paciente” (desde el discurso publicitario se asume “paciente” al espectador) al consumo de todo tipo de sustancias de venta libre, tales como aspirinas, antihistamínicos, laxantes orales y supositorios, antipiréticos, sedantes, inhibidores de la bomba de protones, lágrimas artificiales, protectores gástricos, óvulos vaginales, inductores del sueño, antimicóticos, antipiojos, cremas para la diabetes, antitusivos, expectorantes, antiarrugas, mucolíticos, antirronquidos, antigripales, multivitamínicos, probióticos, prebióticos, emulsiones antihemorroidales y un inmenso etcétera.

La tanda publicitaria, mayormente medicamentosa, pareciera diseñada pura y exclusivamente para concretar la venta que inició el visitador médico televisivo con su speech alarmista, el Call To Action de márquetin básico. Se fragua así un avieso tridente conformado por agentes de propaganda del lobby farmacéutico, entes gubernamentales de salud pública y corporación mediática con aparato publicitario incluido.


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¿Y cuál es el problema?

Bueno, que el tridente está ahí para ganar dinero (por lo menos dos de los dientes del tridente tienen claros fines de lucro), y hará lo imposible por colocar su mercancía a una población hiperocupada que caerá víctima de la medicina chatarra, y pagará caro la falta de información veraz, libre de sesgos e intereses creados, influenciada por mercantes que bajan línea profármaco, y de administraciones estatales que avalan el lucro sin chistar ni analizar a fondo, en lugar de incentivar al ciudadano a instruirse y discernir sobre su salud con un criterio más naturalista y reflexivo, que apele al fármaco como posrecurso y no ante el menor síntoma. Desde el Aparato de propaganda se enseña a desoír el dolor, a silenciar el síntoma, a callar con pastillas cualquier viso intuitivo o de sabiduría ancestral que pudiera aflorar.

A partir de determinada edad sería bueno que una persona conociera su cuerpo, su mente, su espíritu; que fuera de alguna manera su propio médico, reservando la sumisión al régimen sanitarista para casos agudos, en que la tecnología aplicada a la salud y la expertise médica han demostrado eficiencia y eficacia. Pero no se estimula tal emancipación, y más allá del derroche que implica el consumo de semejante cantidad de porquerías sintéticas promocionadas en los medios, —y de que nada bueno devendrá a un cuerpo repleto de químicos—, no se soluciona el problema de fondo. Como mucho, se podrá paliar, o hasta curar, pero no sanar.


Mermelada Cormillot
Mermelada Cormillot


Es cierto que nadie está exento de enfermedad, aguda o crónica, leve o grave. Sin embargo, pareciera haber una diferencia positiva a favor de quienes eligen enfoques naturalistas por sobre quienes siguen a rajatabla los lineamientos de las élites médicas y farmacéuticas.

Pero en general la gente anda sobrepasada, y no tiene tiempo de examinar a fondo las opciones; necesita resolver, como sea, lo antes posible. Y elije creer en la nariz maquillada de un conductor televisivo devenido actor que sobreactúa congestión nasal y jura la bondad de la pildorita contra gripes, anginas y resfríos.



Por otro lado, ya no pasa desapercibido el truquillo de inventar enfermedades, trastornos y padecimientos: el asunto consiste en poner un nombre altisonante, normalmente una sigla distante y solemne; el célebre ardid politiquero que a diestra y siniestra han usado las ideologías extremas, ese de inventar o deformar palabras y modismos e imponerlos para obtener los favores de abrir un quiosco en una zona transitada. El lenguaje performativo que le dicen. Según la IA de Google: “Poderosa herramienta que no sólo permite hablar sobre el mundo, sino crearlo, transformar la realidad a través de nuestras palabras y acciones, especialmente en el ámbito social y cultural”. Ejemplo: Agregar una “s” a un vocablo común para darle estatura filosofal y política: juventudes, infancias, niñeces, diversidades...

¡Estupideces!

Donde antes no había nada, ahora hay colectivos gritando, ONGs facturando, minorías cortando calles, “oprimidos” exigiendo sus “derechos”, politicuchos aprovechando.

Estos bribones que inventan enfermedades hacen lo mismo: donde antes había salud, a partir de las palabritas mágicas, hay “pacientes” pagando estudios, tratamientos, cirugías y medicación.


El que busca encuentra.


Se ha instalado (y será apaleado quien lo cuestione) la necesidad de someterse sistemáticamente a chequeos periódicos. Y con tal estratagema de aparente preocupación y cuidado de la población (según lo veo, una sobreactuación recalcitrante del tridente) se ha hecho hipocondríaca a buena parte de la sociedad. Porque no hay medicina preventiva —que sería muy bueno que la hubiera, holística, individual, profunda—, hay diagnóstico temprano, que no es lo mismo. Casi podría decirse que se trata de lo opuesto. Porque tal vez sería mejor considerar una prevención honesta, y evitar así caer rehén del alarmismo y de la inducción al consumo irrestricto de medicamentos como único recurso. Y no habría que soslayar el impacto psicológico que implica a una persona promedio subordinarse continuamente a controles con la candorosa idea de evitar posibles enfermedades: quien todo el tiempo se controla todo el tiempo encontrará “algo”. Ese “algo” llevará a otro “algo”, luego vendrá un tercer “algo”, y así comenzará un descenso en espiral por el agujero negro de la iatrogenia, tercera causa de muerte en países desarrollados.


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Tampoco parece aconsejable no controlar nada nunca, dejar todo librado al azar; pero el método de control constante del régimen sanitarista corrompe la vara del sentido común y nos pone obsesivos y temerosos, y tal estado de permanente alerta no nos hace precisamente más sanos.

Existen profesionales médicos y científicos reacios a esta dinámica del chequeo constante instigada por el establishment, y previenen del daño psicológico que supone estar siempre pendiente (dependiente) de posibles problemas de salud; pero ¡oh, casualidad!, su voz no tiene cabida en los grandes medios.

El sueño húmedo de la Big Pharma es una población sometida a recurrentes controles: ultramedicada, suprainyectada, consumidora compulsiva de basura farmacológica, y sobre todo... paciente. Paciente de padecer, y paciente de paciencia. Temerosa de las calamidades que pudieren abatirse sobre ella según le machacan día y noche, como caer ante el herpes zóster, el gusano barrenador o la ameba comecerebros.

Es cierto, a simple vista parece lógico pensar que a más controles y más frecuentes, menor posibilidad de llevarnos una sorpresa. Pero es que la medicina corporativa se ha convertido en una implacable máquina de detección temprana, pero de prevención real, nada. Pareciera que no conviene, sólo se reparten espejitos de colores y se recita cháchara barata, perogrulladas. Ya se sabe, la arenga que propende a deshacerse del colesterol, a limitar el consumo de huevos y carnes, a suprimir la sal, a evitar el sol, a inyectarse diez, cien, mil vacunas, a someterse a uno y mil estudios... a controlarse diariamente la presión, los testículos, las mamas, el recto, el colon, el útero, etcétera, etcétera, etcétera.

Control, control, control...

Money, money, money.


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Y ni hablar del adulto mayor, al que se lo “forma” en esa subcultura del miedo, se lo subordina y asusta; y como si fuera poco, se lo tutea e infantiliza, subestimándolo y fragilizándolo con el mote de “abuelo”, para cerrar el círculo de dominación.

No obstante, gracias a la democratización que trajeron las redes sociales, y a pesar información contradictoria y contrafáctica, y de la ingente cantidad de manosantas y coaches de casi todo que enturbian sus aguas, muchos ya descreen del apremiante mensaje del Sistema hegemónico, y concluyen que ni el sol, ni la sal, ni un guisito invernal con panceta dañarán su salud.

Y es que quizá se preguntaron: ¿Por qué el colesterol era muy bueno en 300 hace treinta años y ahora hay que tenerlo debajo de 200? ¿Por qué no consumir buena sal si me hace sentir mejor y ayuda al balance electrolítico de mi cuerpo? ¿Por qué no exponerme al sol si antropológicamente lo necesito para estar sano y sintetizar vitamina D? Y tal vez se respondieron: Porque el tridente mantiene su imperio vendiéndome estatinas, betabloqueantes y protectores solares.



El miedo vende. Más miedo vende más.


El non plus ultra de la instalación del terror se produjo durante la pandemia de Covid, en que el Poder usó la hipocondría generalizada como arma de destrucción masiva para exacerbar una monomanía que pretextara inyectar ignotas pócimas de ensayo a una ciudadanía aterrada y cautiva; como si el aislamiento no fuera ya suficiente estrago para personas vulnerables, niños, adolescentes y ancianos.

La situación cobró un cariz distópico, y contra los detractores de la inoculación coercitiva y/o de la cuarentena perpetua se hicieron cazas de brujas, hogueras mediáticas, persecuciones, y hasta se apologizó la violencia física. El miedo convirtió a personas comunes en rastreadores y espías delatores de aquellos que sólo querían esperar a que se cumplieran las fases necesarias de una vacuna.


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Pero estos mismos rastreadores y espías no parecieran haberse percatado de los multibillonarios intereses creados que llevaron a conjurar una campaña global de inoculación compulsiva de un experimento fabricado entre gallos y medianoche por empresas privadas (hoy demandadas por causar graves efectos adversos).


Singulares paradojas lingüísticas
Singulares paradojas lingüísticas

¿No hubo un severo conflicto de intereses en las blindadas y secretas transacciones billonarias entre privados y Estados? ¿No saltaron las red flags de las áreas de compliance de los laboratorios? Curioso.

Un capítulo aparte merece el protocolo diabólico que se les dispensa a los chicos con Disforia de Género de Inicio Rápido, a quienes se hormoniza y mutila, a veces a edades muy tempranas y sin el consentimiento de los padres, engendrando transmutaciones que no se atrevió a soñar el mismísimo Josef Mengele. Pero este tema, por su abyección y gravedad, da para otra nota.

Recapitulando, ¿la culpa es de los médicos? No, la inmensa mayoría a menudo nos salva la vida en cuadros agudos; trabajando muchas veces en condiciones paupérrimas y con salarios bajos. Pero al igual que sus pacientes, acaban encadenados a un sistema perverso; además de que la capacitación universitaria pareciera haber quedado desactualizada (incluso corrompida, a juzgar por las irregularidades del último tiempo en los exámenes de la UBA), barajando paradigmas que la vanguardia en la materia ya tiene por obsoletos, apuntando sólo a la enfermedad, y despreciando factores como las alteraciones del sueño, la nutrición, la toxicidad en entorno y relaciones, la falta o exceso de ejercicio, los hábitos nocivos, las adicciones, el abuso de pantallas, la superabundancia de información, el alarmismo mediático, la contaminación visual y sonora, y demás tóxicos sociales modernos. Basta observar la alienación de los médicos de cartilla, a quienes ni siquiera se les da tiempo de contemplar algo tan simple como la naturaleza indivisa del ser humano, constituida por cuerpo, mente y espíritu, y sólo alcanzan a tratar —con drogas— el órgano y el síntoma, atendiendo turnos de doce minutos, influenciados por prospectos que les desliza un visitador sobre el escritorio. Mucho menos puede pedirse en tal contexto que se considere el aspecto emocional de las enfermedades.

Usted puede coincidir en mucho, en algo, o en nada con lo aquí expuesto; en todo caso y ante cualquier duda, consulte a su médico.





Bicéfala

© Pablo Laborde, 2025. 

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