Por Pablo Laborde
Una angustia sorda me comprime el pecho al pasar por el búnker del hoyo siete, esa maldita ciénaga donde suele enterrarse mi anhelo de un hándicap decente. Es cierto, no es tan malo hacer un par cinco en siete u ocho golpes, pero no deja de amargarme acabar siempre empantanado en esa arena húmeda y cetrina.
Al llegar a la entrada del country, el de seguridad devuelve una levantadita de ojos a mi cabeceo displicente: concibe mi existencia un encono personal del universo para con él; lo adivino suponiendo mi libertad y buenaventura, germinando su resentimiento en su invernadero de garita metálica.
Pero qué culpa tengo... Cuando decidimos abandonar de una vez esa ciudad enferma y venenosa, Brenda insistió en que quería dormir tranquila. Y yo no duermo tranquilo. Ni tranquilo ni no tranquilo. Ni en un country ni en un no country. Yo no duermo. Y si durmiera, no me sentiría seguro al cuidado del sujeto de la garita. Y no por descontar su impericia, sino más bien porque él mismo se me hace un peligro latente; un intruso. Confío en que presumirme un idiota lo mantenga alejado de cavilaciones potencialmente lesivas para mi persona.
Cruzo la barrera, salgo al mundo. Allí pace un caballo. Mordisquea infructuosamente el pasto corto de la explanada exterior, sin siquiera tironear de la soguita improvisada que podría cortar sin problemas, y que evidencia la resignación de la bestia domada. Aunque en sus ojos aún se ve el deseo salvaje, las ganas de cruzar enfrente, allí donde brota una pastura frondosa y silvestre, tierna, desprolija, opuesta a la disciplinada floricultura del perímetro de mi gueto. Tamaña perversidad de quien ha dejado al caballo pastar de este lado de la ruta. La gran pregunta: ¿Por qué? Quién lo sabe, ¿a quién le interesan hoy las grandes preguntas? Asimismo, me regocijo en una suerte de superioridad moral sobre el equino, aventuro ser incluso más inteligente.
Miro a ambos lados al cruzar la calzada, no es que pasen muchos autos por aquí, apenas cuatro o cinco por hora, pero no es cuestión de arriesgarse. Si algo me enseñó la vida es que no arriesgar me trajo ileso hasta aquí.
Camino unos cien metros por la lonja de enfrente hacia el único comercio abierto, que también es el único comercio, a secas. Bajo el sol que aprieta, me acerco a la proveeduría Las tres Marías. Una cigarra canta una tonada de duelo de western, estorninos me pían de un ovni que anoche quemó un círculo perfecto. A coro con estos bichos, el caballo relincha su impotencia cautiva. Giro hacia él, y ahora sí veo que tensa la cuerdita llegando hasta el límite de la ruta. Me mira con la misma inquina del custodio de la guardia: ¿Por qué vos podés escaparte y yo no?; pero de ahí no pasa nuestro duelo.
Encandilado por el sol asesino que pega en las paredes descascaradas del viejo almacén, franqueo las tiritas de la entrada que ondean con la brisa cálida. El fresco y la penumbra me impactan gratamente. El enorme ventilador de techo refresca en cámara lenta las centenarias paredes de ladrillo visto. Las tres Marías callan lo que hablaban, lo que reían, disimulan el fastidio de discontinuar su chismerío juvenil de siesta pueblerina. Imagino a los viejos en esa habitación del fondo llovida por el sauce añoso, la que puede verse por la puerta trasera de vidrio repartido; madre gorda y padre flaco durmiendo con la satisfacción del deber cumplido: haber engendrado aquellos tres retoños que hoy se encargan de la pyme familiar.
Sentada en el enorme y antiguo bar de madera y espejo que ya no carga whiskys, cañas y ginebras, sino detergentes, espirales, polentas, yerbas, velas y cajas de fósforos, María Uno ceba lo que parece ser un tereré. Expectante y atenta a mi entrada, María Dos, zumbona, los codos recargados sobre la enorme heladera mostrador, farfulla algo entre dientes. María Uno me estudia sin decir palabra y echa agua al mate. Balbuceo un torpe “hola”, y atrás a mi izquierda me sorprende la onomatopeya de saludo de María Tres, como escondida detrás de unos estantes atiborrados de botellas de Gancia y Cinzano: sentada sobre un largo banco rectangular de madera rústica, la pierna derecha flexionada, el pie descalzo apoyado sobre el banco, pinta de celeste la diminuta uña del dedo meñique.
Hago mi pedido.
María Uno salta del aparador ágilmente y se adelanta a la acción de María Dos, que la deja hacer a su hermana y permanece recostada sobre el mostrador. En fetas o para picada, pregunta. En fetas, respondo. Por favor, agrego. María Uno abre la gran heladera, saca el fiambre y se lo entrega a María Dos, que lo agarra hábilmente con una mano, manipulándolo como una bola de boliche y dispuesta a intentar un strike. Lo incrusta en la vieja cortadora, la enciende, empieza a cortar.
Cada tres o cuatro fetas, me echa un vistazo curioso. Corta el fiambre con exasperante lentitud y parsimonia. Entre feta y feta transcurre un tiempo eterno en que reacomoda una y otra vez el filo de la máquina; el movimiento parece sincronizado con el aleteo del lentísimo ventilador, que así y todo, cumple su cometido de refrescar el ambiente. María Uno vuelve a parapetarse encima del aparador.
Allí parado, intento absorber el impacto de esa media docena de pupilas encendidas; pero tal insistencia me acorrala, me fuerza a hablar: Ah, y una coca te pediría. Lanzo el pedido al aire, a ninguna de ellas en particular, y justamente, ninguna de las tres Marías acusa recibo; y aunque no tienen posibilidad de saber que ni Brenda ni yo tomamos Coca, siento un remordimiento al estilo de El corazón delator.
María Dos levanta la vista de la cortadora de fiambre y le hace una exclamación a María Tres, que reconcentrada sigue pintándose las uñas, ignorando en principio la orden de su hermana. María Uno sorbe, silenciosa, siempre escudriñando con sus ojos agudos mis ojos huidizos. Pareciera obsesionada en deshilvanar rasgos de mi identidad.
Segundos después, María Tres resopla, apoya con cuidado la tapita del esmalte sobre el frasco, baja el pie del banco y camina descalza hasta una heladera lateral de puerta de vidrio. El calor húmedo favorece el trasluz del palazzo blanco de bambula, revelando la ropa interior del mismo celeste del esmalte de uñas. Da la impresión de que se hubiese calzado ese pantalón fino y liviano encima de la bikini mojada al salir de la pileta. Saca una Coca de dos litros y cuarto de la heladera. Agarra a dos manos la botella y se la pega al pecho, suspira al apoyársela en el esternón. Mientras acusa frescura, me mira a los ojos, y es como si me descubriera. Su desparpajo me contractura el cuello, me remuevo incómodo y agacho la cabeza. Finalmente, ella vuelve al banco, apoya la gaseosa y vuelve a acicalarse las uñas.
Dos cincuenta de jamón natural, qué más, me despierta del letargo María Dos: Te pido dos cincuenta de queso de máquina, digo, sin pensarlo. María Uno mantiene el mohín de sospecha, y yo, sin poder sostenerle la mirada, me rasco la cara, escondo los ojos. Me siento a la deriva sin el celular a mano con que poder aplacar la incomodidad del silencio tenso, confirmo el timo del supuesto estoicismo adquirido en base a arengas de influencers que a través del teléfono fomentan despegarse del teléfono.
Me saca de mis pensamientos el fuerte rumrum del motor de la vieja heladera mostrador cuando María Dos guarda el óvalo de jamón cocido y agarra la barra de queso. Cierra de un golpe con el pie y en un mismo acto coloca el queso en la cortadora. Todo lo hace con pericia y brutalidad, y también con cierta lentitud.
María Uno pregunta si algo más, pareciera la encargada de cobrar. Apuro un nada más, y señalando la botella helada que transpira entre las piernas de María Tres, agrego: ah, y la Coca también. Hago el ademán de acercarme a agarrar la gaseosa, asumiendo que ella me facilitará la tarea, alcanzándomela, pero no, por lo que pierdo un poco el equilibrio, me tambaleo torpe, ridículamente; y María Tres, acaso queriendo estabilizarme, o no, estira la pierna hasta tocar mi pierna con su pie. Mantiene el contacto, como si me sostuviera, mientras contempla sus uñas recién pintadas. Las hermanas me relojean sin desatender lo que hacen, a saber, cortar fiambre y cebar tereré.
Con disimulo me aparto unos centímetros, pudoroso, y María Tres rota el cuello en señal de contractura, o de calor... o de tedio. Enseguida vuelve a estirar la pierna, y como estoy más lejos, ahora queda manifiesto su afán de contacto.
Desafiando mi costumbre, no pienso y repienso una y otra vez por qué hace lo que hace; lo acepto, como acepté que se pasara mi botella por el pecho. Hay una bestialidad rústica que ella despliega sin complejos. Ese pie que ahora me roza el muslo justo debajo de la bermuda se me antoja un perrito que busca caricia. Dejo que mi mano penda lánguida al costado de mi cuerpo, y permito así el roce con su pie. Pero entonces ella apoya las manos en el banco y se impulsa hacia mí lo necesario para presionar mi mano de modo inequívoco. Cuando ya el contacto es incontestable, contrae rítmicamente los deditos de ese pie, como dándome una orden, y cierra los ojos. No sé cómo ni por qué, pero interpreto su idioma, su orden, y se corta el cable de mis frenos. Al son del ruido de la cortadora de fiambre de María Dos y del chuic-chuic del mate de María Uno, embriagado por un elixir misterioso, poso cuatro dedos de mi mano sobre el empeine de María Tres, y empiezo a ejercer cierta presión con el pulgar, desde el centro de la planta del pie hasta el metatarso renegrido. Los dedos de uñas celestes se retuercen evidenciando gozo y exudan olor a tolueno. Con un sutil jadeo, ella deja caer la cabeza atrás. Juzgo inaceptable lo que ocurre, delirante, imposible... pero sigo, perfecciono el masaje, lo hago más sutil, busco un resultado. Aún recuerdo cómo conseguir un resultado. Cuando todavía me interesaba conseguirlo.
El fuerte golpe de María Dos al cerrar la heladera después de guardar el queso se sincroniza con otro golpe, más grave y lejano, más fuerte y trágico. Un estruendo sordo, profundo. Las tres Marías y yo quedamos estáticos y expectantes a tratar de entender de dónde provino aquel estallido, qué lo produjo. Después de tres o cuatro giros de las cansinas aspas del ventilador, el silencio espeluznante es perforado por el serpentear de las tiritas de la entrada, brutalmente apuradas y retorcidas, casi al punto de ser arrancadas, por un sujeto alto y fornido de uniforme arratonado por el sol. Llamame al destacamento que reventaron al caballo del vasco, dice el policía apenas asoma el cuerpo. Y María Uno salta del aparador y atraviesa la puerta de vidrio repartido hacia el interior de la finca. María Dos exclama ¡No!, se arranca una especie de delantal y lo arroja encima del aparador, levanta una tapa de la heladera mostrador y sale disparada detrás del policía.
Sé que debo salir de allí, interesarme por el accidente, despertar del sopor, pero una fuerza sobrehumana me lo impide. María Tres tampoco se mueve. Pareciera también sometida a ese poder, los ojos entornados, los labios húmedos entreabiertos. Su pie y mi mano aún en contacto.
Es entonces cuando germina un huracán de categoría cinco en ese metro cuadrado que comparto con María Tres. Descubro al cuarentón abatido que ve ella desde sus veinte, y empieza a soplar en mi cabeza un viento furioso que arrastra a su paso los elementos constitutivos de mi vida: vuelan por el aire mi cuatro por cuatro y mi moto de agua; alrededor gira loco el tratamiento de fertilidad de Brenda; remontan mis estatinas, el clonazepán y la fluoxetina; por allá se eleva mi carrito de golf con bluetooth, y se ve tan estúpido e insignificante arrastrado por ese torbellino inclemente, que me lleva a concebir obcecada la pretensión de meter una pelotita en un agujero, la dificultad del búnker del hoyo siete se me figura de una imbecilidad supina, intrascendente, apenas puedo creer que me hubiera desvelado por eludir ese estúpido búnker; mi carrera, mis correctas elecciones, mi ordenada vida resuelta… todo vuela por el aire; todos esos hitos vuelan en círculos concéntricos hacia el ojo del huracán, ese punto quieto e inerte ubicado justo en la futilidad de mi existencia. Por ahí aparece también volando la especulación suicida que me desvela el último tiempo; y en el cuello terso y perlado de sudor de María Tres veo el abismo, el precipicio perfecto para satisfacer esa fantasía tanática; experimento el incitante vértigo de saltar al vacío en pos de una inmolación que al menos pudiera revelarse provechosa.
El paquete de fiambre ha quedado envuelto a medias sobre el mostrador. La Coca-cola gotea aún sobre el banco. María Uno reaparece desde el interior de la finca con sus padres secundándola. Madre gorda y padre flaco salen de su cueva, abombados. Los tres rodean el mostrador y atraviesan la abertura de tiritas. No parecen reparar en que María Tres y yo estamos allí, inmóviles, en contacto.
Por fin, ella libera suavemente su pie de mi mano, se incorpora, agarra la botella y se acerca al mostrador. Te cobro, dice. Sí, me apresuro, y saco el dinero. Ella resortea los billetes en las gavetas de la vieja caja registradora, y saca el cambio. Me lo extiende y lo agarro, pero no suelta los billetes. Tironeo precipitado hasta que levanto la vista a su sonrisa. Te puedo dar un caramelo por los cincuenta centavos, pregunta. No, está bien..., me apresuro otra vez. Suelta los billetes, desencantada. ¿Qué caramelo me hubiera dado, si no parece haberlos? Lo sabría si no fuera un atolondrado imbécil.
Se me hace imperioso mostrar interés en el evento trágico de afuera, por lo que sobreactúo gestualmente una repentina y espontánea preocupación. María Tres salta el mostrador con ímpetu jovial y sale de la proveeduría; yo agarro mi compra y la sigo.
Afuera, a unos cien metros, un cúmulo de gente rodea un auto moderno con la trompa abollada. Al costado, la que pareciera ser la pareja tripulante; él hace gestos ampulosos al policía gastado de sol, ella se agarra la cabeza visiblemente aturdida. A un par de metros yace despatarrado el caballo con la soga cortada, ese cordón umbilical fino y largo que le proveía seguridad y alimento. Aún mueve las patas, en un reflejo por querer pararse, o como si convulsionara. Empieza a sonar la sirena del cercano destacamento de bomberos. El largo ulular desde el grave más grave hasta el agudo más agudo acrecienta exponencialmente el dramatismo que flota en el aire caliente. María Tres camina lento hacia allí, me saca unos metros de distancia. El sol atraviesa la bambula y trasluce su perfección, brilla el celeste de la lencería. En la zona de catástrofe, el policía hace el ademán de que todos se alejen, de que despejen el área, y saca histriónicamente su arma reglamentaria. Ante la pistola desnuda, da marcha atrás la camioneta atorada detrás del auto accidentado.
María Tres gira en el lugar y vuelve dando saltitos: el sol abrasador que derrite la cinta asfáltica le quema los pies descalzos. ¡Me quemo, me quemo, me quemo!, repite, y viene hacia mí en saltos muy cortitos que procuran contactar el menor tiempo posible cada pie con el pavimento. No puede ir a aliviarse a la banquina, porque allí en vez de quemarse se pincharía y lastimaría con los cardos, las piedras, los clavos y los vidrios, incluso del lado del country, donde el pasto es corto, mas no libre de impurezas.
El policía acerca el caño a la sien del animal. María Tres llega hasta mí, perdón, perdón, perdón, repite, divertida y sufriente, y buscando alivio me pisa los empeines. Mi primer impulso es tomarla de la cintura para que no pierda el equilibrio, pero el fiambre y la Coca me lo impiden. En cambio ella se aferra a mi cintura. Perdón, insiste y se tienta de risa, íntima, a pocos centímetros de mi boca. El cuadro dantesco, surrealista, obedece asimismo a causas sólidas y nada extravagantes. Sin embargo, no sabría qué explicar si apareciera Brenda y me viera en medio de la ruta con una chica hermosa trepada a mi cuerpo.
Como puedo, camino unos pasos con María Tres sobre mis pies, del mismo modo que lo hice tantas veces con mi hermanito, cuando yo tenía unos quince y él sólo seis o siete años. Ella baja de mí en una parte de tierra lisa en la banquina, ya sin esa mirada indolente de cuando el masaje en la proveeduría. La cercanía y el sol encandilador me revelan sus ojos tan celestes como el esmalte de uñas y la ropa interior. Ojos ahora humedecidos de congoja por la suerte del animal. Pobrecito, dice, mirando hacia allí, con su mano aún sobre mi cintura.
La detonación sorda nos espanta, y el eco del disparo se sincroniza con los últimos estertores del caballo. María Tres esconde la cabeza en mi pecho y ahoga un delicado sollozo. Siento sus lágrimas mojar mi remera. Se oyen a la distancia las exclamaciones de lástima, se ve a la gente agarrarse la cabeza, darse vuelta con la mano en la boca, se perciben los ademanes de llanto. María Uno y María Dos se acercan al animal; lo acarician, dicen algo, lo lloran. El sujeto de la garita, que se ha acercado a la zona de desastre, asiente con suficiencia. Los padres de las Tres Marías emprenden lentamente el regreso a la proveeduría, y la gente empieza a desconcentrarse. Llega un coche bomba, y detrás, un viejo camión Bedford con una pala excavadora.
Despacio, María tres se me despega y me incrusta el celeste de sus ojos. Evadir su gravitación es como pretender desmagnetizarse de un electroimán portuario. Como puedo, crujiendo mis articulaciones en un movimiento antinatural, giro hacia la entrada de mi barrio privado y veo a mis vecinos allí aglutinados. Todos comentan y gesticulan mirando hacia el lugar del accidente. Todos, menos Brenda, que me mira inquisitoria.
Cruzo rápido la ruta hacia la zona del pasto corto y prolijo. Apenas atravieso la barrera, Brenda me ametralla: ¡Qué pasó, qué hacías ahí con esa chica! Me fastidio: Nada, atropellaron un caballo, exagero el desconsuelo. ¡Ay, qué horror!, me cree ella, y me abraza y conforta como si fuera yo el caballo.
Pero no, no soy el tonto caballo.
Volviendo a casa a campo traviesa por el búnker del hoyo siete, el corazón me late enloquecido, no consigo aquietarlo. Entonces llega la gran revelación, que me atrevo a confesar a Brenda: Sabés qué, vengo haciendo todo mal... Ella me mira expectante, con un rictus de enojo. Pero sin anestesia, yo disparo mi verdad revelada: ¡Necesito salir de este agujero! El rictus de enojo se convierte en odio puro y duro, pero yo sigo, lo vomito todo de una buena vez: Voy a encarar este puto búnker de un golpe seco del putter, en vez de palear como un boludo con el explorer... ¡Ja!, esta arena de mierda no me va a ganar, amor.
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