El elogio de la obscenidad
Por Pablo Laborde
Un corte comercial y ya volvemos...
¡Onicomicosis!, reza el zócalo en la pantalla, mientras zombis descompuestos dan alcance y contagian la peste a un resignado sujeto que exhibe en HD las uñas del pie en franca putrefacción. Corte. El inconfundible carraspeo de un gargajo cargado precede al primer primerísimo plano de un esputo espumoso y sanguinolento expectorado por un gingivítico. Corte. En una juntada paquetísima, amigas se confían el atroz calvario de adolecer de vaginas enfermas y hediondas, supurantes, infectadas de hongos, bacterias, parásitos y multiplicidad de gérmenes patógenos.
Un cuadro dantesco.
Atrapado en una sala de espera sin ventanas, el joven Edmundo no puede esquivar el aluvión de calamidades y malformaciones humanas que arroja el Smart tv. A su lado, la señorita Analía disimula la incomodidad de presenciar a la fuerza y a solas con aquel desconocido tal cascada de podredumbres.
Pero la tanda comercial no da tregua:
Como en un inefable aquelarre, un tropel de mujeres adultas deambula por un espacio indefinido, exhibiendo orgullosas sus sobacos peludos e irritados; y tal entelequia asciende a la quintaesencia del delirio cuando en éxtasis místico una de ellas asevera: "¡Me siento hermosa con mis axilas (sic)!". Corte. “Várices, arañitas, piernas cansadas...”, enumera la periodista; y el experto decreta: ¡Congestión venosa!, mientras señala una gigantesca widescreen donde errantes seres humanos revelan estremecedoras mutaciones varicosas y cutáneas. Corte. Una eximia pianista testimonia su vivencia paranormal: como poseída por espíritus atormentados que han decidido acceder a este plano de la existencia de un modo... digamos... heterodoxo, la ejecutante refiere la inequívoca y aterradora certeza de experimentar latidos en el ano. Legitima el testimonio un close up de sangrantes pólipos hiperplásicos.
Espeluznante.
Y hablando de penurias anales, en los anales de la historia publicitaria argentina, encontramos que no siempre los storytelling fueron estúpidos, vergonzosos y obscenos. Casos como Reconciliación; ¿Quién es Armando?; o Geriátrico, por citar sólo algunas de las tantas agudezas del sector creativo, dan cuenta de que la publicidad criolla supo ser inteligente, elegante y eficaz; además de excelsa en cuanto a guión y realización.
Entonces, ¿qué pasó?
Una hipótesis:
Cancelado el humor a manos de la Policía del pensamiento, fuerza parapolicial del totalitarismo “progresista”, redactores, agencias y marcas han decidido resolver con golpes de efecto por repulsión lo que antes se conseguía con un buen remate humorístico, con una paradoja sagaz. Pero lo han hecho de un modo grotesco, sin contemplar que es dable omitir ciertas intimidades que atenten contra el pudor; no por ocultamiento, censura o puritanismo, sino más bien por buen gusto, por respeto al televidente, para quien no parece un programa gratificante presenciar bien de cerca un recto desflorado por hemorroides de grado IV, la erupción de una volcánica diarrea explosiva, o la escalofriante descamación de un codo despedazado por enfermedades metabólicas.
Paralela y curiosamente, la secta Woke censura otras verdades nada asquerosas, y por cierto, muy verdaderas.
La publicidad toma nota de esta esquizofrenia, porque le viene bárbaro para colocar sus productos en los segmentos que más consumen. Productos en general innecesarios, ineficaces y hasta nocivos; y además, por supuesto, caros. ¡Oh casualidad!, no veremos comerciales de senectos señores exhibiendo sus pendulares, arrugados y peludos testículos, rozando el suelo merced al tiempo y la fuerza gravitatoria, porque por lógica de estos tiempos, tampoco veremos a esos señores fuera del marco publicitario celebrando el día del orgullo escrotal. Es bastante selectivo el scouting de “héroes” y “oprimidos” que hace la publicidad atravesada por la izquierda mercantilista, aliada del capitalismo descontrolado, amantes furtivos que fingen odiarse, responsables —entre otras tantas cosas— de la degeneración estética de occidente.
El músico y escritor Luis Pescetti sí supo jugar con la repugnancia en la famosa canción de dominio público Queremos comer... Se trataba de una graciosa travesura musical en el contexto adecuado, una manera simpática de romper el hielo entre chicos y chicas en el campamento, sin imágenes que recalquen la asquerosidad, y aprovechando hábilmente el retumbar de las palabras soeces para generar distención y carcajadas. Todo lo contrario a lo que hace la nueva publicidad con su forma explícita, gratuita y escatológica, que sólo consigue incomodidad y asco.
Pero en la sala de espera regresamos del corte, y vuelve la telenovela de la tarde. Y es tarde, precisamente: Edmundo ha llegado a advertir la belleza natural de la chica que tiene a su lado, consideraría entablar con ella un diálogo, pero no sólo tal acción se considera subversiva en la distópica realidad del presente, en que para ilusionarse con un vínculo humano sólo queda anotarse con número de artículo en el catálogo de una app de citas, sino que además ha contraído un malestar físico y espiritual, que como sensible caballero que es, redunda en vergüenza ajena ante la joven, a propósito de la pústula infecta que acaba de secretar la televisión.
Por su parte y con recato, la señorita Analía pudo observar de soslayo a aquel joven buenmozo y de evidentes buenos modales. No es que abunden tales especímenes, piensa, y le encantaría que él iniciara un diálogo, pero sabe que eso no es posible en 2024, porque tal acción está penada, como en 1984 (gracias también a las “conquistas” progres). Triste por eso y por el revoltijo estomacal que comenzó después del maremágnum de inmundicias televisivas, se refugia en su celular a ver gatitos traviesos en Instagram.
La mente es rápida para graficar escenarios posibles, y todos aquellos horrores que manaron de la pantalla, Edmundo y Analía los imaginaron de inmediato en el cuerpo del otro, con la merma de libido que eso conlleva. Y por más buena voluntad que ellos tengan, la posmodernidad les escatima el romanticismo, el hechizo, la seducción y el misterio. Han sido enajenados, ya no saben —en tanto humanos— si fueron creados a imagen y semejanza de Dios, o para ser única y tristemente involuntarios cobayos de laboratorio, pasibles de las abominaciones que proliferan en esos horripilantes comerciales.
Se supone más fácil darle el pienso al animal de granja que al animal humano, porque este último piensa, mientras que el cerdo y el ganso aceptan lo que venga. Sin embargo, al naturalizar las personas ese detritus cochambroso que nos meten por todos lados, quedamos más cerca de chapotear en el chiquero que de deslizarnos grácilmente como especie divina, mientras los infames celebran en las sombras el elogio de la obscenidad.
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